Es de sobra bien sabido en el mundo traductoril que el mejor amigo de un trujamán es un buen diccionario. No lo es tanto, sin embargo, entre el común de los mortales, que consideran al traductor un diccionario en sí: ¿Cómo se dice esto en inglés? ¿No lo sabes? ¿Pues tú no eras traductor? Sí, señora, y me desayuno una palabra con definiciones todas las mañanas...
El diccionario crea, pues, en la mente del traductor, una relación de amor y odio difícil de constatar entre cualquier otro profesional y su herramienta de trabajo. Unos días buscas y encuentras, por lo que tu compañero de fatigas te parece la panacea que necesitas para todas tus dudas existenciales... pero otros, por más que te afanas en dar con la traducción adecuada para un término, tu amiguito no hace más que decepcionarte sobremanera: "¡cómo pude comprar semejante m***** de diccionario!".
Es, asimismo, digna de admirar, la situación en la que un traductor acude a una librería en busca de su próximo mejor diccionario. Ejemplifiquémosla con una historia basada en hechos reales, sufrida por Tradu Panza en sus propias carnes...
Andaba Tradu Panza allá por sus años de formación como loco por todo lo que estaba aprendiendo. Disfrutaba día sí, día no, de su vida estudiantil, de las personas a las que estaba conociendo, sus compañeros de clase, y de la ciudad a la que había llegado hacía muy poco tiempo. Había descubierto recientemente que una de las grandes herramientas con las que pasaría varias horas al día en el ejercicio de su oficio iba a ser el diccionario y, para su asombro, descubrió que existían, más allá del simple monolingüe y bilingüe, muchos otros tipos de diccionarios de los que jamás había oído hablar: que si normativos, que si de uso, que si de sinónimos y antónimos, que si ideológicos...
El caso es que llegó un momento en el que descubrió que su Iter Sopena no daba mucho más de sí que lo que había dado en su etapa del instituto y que su minúsculo Vox bilingüe se había quedado, por así decirlo, muy atrás en los estándares necesarios que debe exigir todo traductor que se precie. Por ello, ni corto ni perezoso, una tarde de sábado, se compró un billete de metro y acudió a Callao, dispuesto a entrar en la FNAC y salir con el mejor diccionario que se cruzara en su camino.
Entró en el edificio y se dirigió directamente a las escaleras mecánicas que habrían de llevarlo a la planta en la que se exponían, en vastas estanterías, miles y miles de libros de todo tipo. Guías de viaje, libros en lenguas extranjeras, métodos de idiomas... ¡y, por fin, diccionarios! Se abalanzó ávidamente hacia aquella sección oteando a simple vista los muchos y variados lomos que allí le esperaban. Su objetivo: encontrar un buen diccionario bilingüe que le sirviera para resolver al menos una buena parte de sus muchas dudas idiomáticas.
Se plantó ante las estanterías y echó una ojeada general a lo que allí había... ¡cuántos tomos aguardaban a ser examinados por nuestro estimado Tradu Panza! De repente, se sintió turbado. Miró su reloj: las 5 de la tarde. ¡Cuán ardua tarea le esperaba! Decidió comenzar por la parte superior de la primera estantería, fijándose solamente en los más gordos que veía.
¡Vaya! ¡Uno con 300 000 lemas! Pero... oh, oh... 90 euros. Siendo estudiante, aquel dios todopoderoso de los diccionarios estaba totalmente fuera de su alcance... Mejor se conformaría con uno de unos 60. Siguió mirando...
Cubierta roja, 200 000 lemas, 63 euros... ¡vaya! Tampoco había sido tan difícil después de todo... Pero espera, aquel de cubierta azul de allí con grandes letras blancas... ¡70 euros con 190 000 lemas y versión electrónica! Mmmm... ¿Le merecería la pena?
Decidió echarles a ambos un vistazo por dentro para salir cuanto antes de dudas. Mmmm... El de cubierta roja presentaba una disposición interior ordenada y muy clara, con lemas resaltados en azul y ejemplos de uso, mientras que el de cubierta azul, era mucho más caótico, con las entradas apenas sin resaltar y, en definitiva, menos manejable... pero es que la versión electrónica era tan atractiva...
De repente, vio como por su lado izquierdo se acercaba otra persona a las estanterías y cogía un tomo que hasta entonces le había pasado totalmente desapercibido. Con cubierta negra y letras doradas, presentaba un nombre la mar de rimbombante. Se dispuso a echarle también a ese un vistazo, quién sabe, quizá era lo que buscaba... Miró hacia la estantería... ¡Horror! ¡Solo quedaba aquella copia! ¡No podía ser! Nervioso, empezó a mirar de un lado a otro y a acercarse furtivamente hacia el desconocido que sostenía sobre sus manos, quizá, la salvación de nuestro simple aspirante a traductor. Como quien no quiere la cosa, se puso a seguir la estantería con los dedos, recitando automáticamente los nombres de los distintos diccionarios, pero sin reparar siquiera en ellos. Sabía lo que buscaba, lo que necesitaba, y puede que estuviera a punto de perderlo... Y el cliente, mientras, hojeaba el libro sin inmutarse, observando la disposición de las entradas y la distinta información que contenían, ajeno al sufrimiento del traductor que se encontraba frente a él.
Finalmente, aquel hombre decidió que el diccionario que tenía en sus manos no merecía la pena y lo dejó sobre una de las mesas en las que se apilaban cientos de libros, mientras Tradu Panza, sudoroso y con el corazón palpitando cual caballo al galope, se abalanzaba sobre él. Era suyo, ahora podría observarlo tranquilamente... En cuanto lo abrió, supo que no era para él. ¡Era el más caótico de cuantos había visto! ¡Qué poca funcionalidad!
Miró el reloj, las 6. ¡Había pasado una hora y aún no sabía qué hacer! Volvió con los candidatos de cubierta azul y roja. Ambos tenían muy buena pinta, mas él, aún, no se encontraba del todo convencido. ¿Primar la funcionalidad o los extras? Con ambos diccionarios en las manos, volvió a echar otro vistazo a las estanterías. Vio uno marrón, un poco más pequeño y también con CD, que valía 35 euros. "Mmmm... No me inspira mucha confianza", pensó. "Demasiado barato para ser bueno." Decidió no perder el tiempo con él y seguir mirando. Dejó los dos candidatos favoritos a un lado y se dispuso a volver a repasar las estanterías.
Desde el estante superior hasta el inferior, recorrió todos los lomos, cogiendo los ejemplares que le parecieron dignos de examinar. Uno a uno, fue viéndolos todos, ora agachándose para ver el estante inferior, ora estirándose para llegar al superior. Cuando llegó al final, aún no se había aclarado. ¡Qué hacer! ¡Cuán difícil decisión! Lo que tenía uno, no lo tenía el otro, y lo que tenía el otro, no lo tenía el uno. Muchas ventajas, muchos inconvenientes, todos entremezclados en aquellos montones de páginas.
Miró el tomo negro con letras doradas, y de ahí llevó la vista al rojo, y después al azul. No sabía qué hacer y ya se estaba haciendo tarde, las siete y media. Llevaba dos horas y media allí metido, evaluando diccionarios, y aún no había llegado a ninguna conclusión. La gente venía, miraba, compraba y se iba. Pero él seguía allí, como si formara ya parte de aquel lugar. No quería darse por vencido y huir sin haber conseguido ninguna presa, aunque ya de por sí se sentía derrotado. Escogiera el que escogiera, jamás estaría satisfecho con él al cien por cien, siempre pensaría que igual el otro podría haber sido mejor.
Media hora más tarde, un minuto antes de que cerraran la tienda y tras tres horas de cavilaciones, Tradu Panza salía con su más reciente adquisición bajo el brazo, aunque su semblante distaba mucho de parecer alegre. Su conciencia lo reconcomía por dentro. El diccionario que había escogido poco importaba. Ahora siempre pensaría en lo que el futuro le habría deparado con aquellos que había dejado atrás...